OPINIÓN. «Tití Juana del Carmen», por Violeta Chacón

No recuerdo cuando vi por primera vez a mi tía Juana, que para mí siempre ha sido Juana o Juana del Carmen. Cuando llegaron mis hermanas, empezaron a decirle Tití y hoy en día le decimos así casi todos los de la casa.
Tití Juana es la mujer de mi tío Paco, al que tampoco le decimos tío. Es el hermano menor de mi madre y ha estado en mi casa desde que mi madre se casó y se vino a vivir al Puerto. Tendría él unos 14 años. Es como un hermano mayor para mí y, por eso, Tití es casi lo mismo.
Tití es de Puerto, aunque su familia procede de Casillas. Ella dice que recuerda cuando se mudaron a la capital y cómo trajo sus juguetes en una cajita de madera. Cuenta anécdotas tremendas de cómo se movía por Puerto del Rosario en aquellos años, de cómo se iba al cine o a las verbenas. Tití se ennovió de mi tío cuando yo era chica y se casaron cuando yo tenía 9 años. Recuerdo perfectamente su boda, probablemente porque fue la primera a la que asistí, teniendo pleno conocimiento de lo que pasaba.
Con ellos de novios tengo recuerdos de excursiones a la playa de La Caleta y las meriendas con hamburguesa o perrito caliente en aquella hamburguesería que hacía esquina, frente a lo que hoy es el Hogar del Pensionista.
Tití ha trabajado toda la vida entre cocinas y platos. En Caleta de Fuste muchos años, luego como funcionaria en el Hospital General de Fuerteventura. La recuerdo siempre trabajando, menos cuando se embarazó de mi comadre. Ahí tomó dos decisiones: la de descansar, porque el embarazo en sus primeros meses fue bastante complicado, y la de dejar de fumar. De un día para otro dijo que ya no más y nunca la he visto retomar el vicio. Me dejó muy marcada la determinación con la que vi tomar aquella decisión que tanto iba a tener que ver con el desarrollo de su hija.
Tití es alegre, positiva y siempre canta. Tengo la firme convicción de que le pasan cosas buenas porque, pase lo que pase, ella siempre lo acepta con buena cara. Tiene una habilidad fascinante para darle la vuelta a las cosas y coger lo bueno. La vida le ha traído momentos no tan alegres, pero ella se repone y sigue andando.
Hay muchos platos que los relaciono con ella, como la carne con papas, a la que solo le pone muchísima cebolla, y que más te vale que tengas un buen pan al lado para que puedas mojar bien en la salsa. Pero, de casi todas las comidas que me la traen a la mente, hay una en particular: los mejillones tigre. Supongo que la primera vez que los probé fue porque ella los trajo a casa, en alguna de las reuniones que hacemos.
Los mejillones tigre son una especie de croqueta que se sirve dentro de la concha del mejillón. Se fríe un poco de cebolla y pimiento verde cortado chiquitito. Cuando esté bien pochado, se añaden los mejillones, que están cocidos previamente y que hemos cortado también muy pequeñito. Añadiremos un par de cucharadas de tomate frito casero y reservamos. Aparte hacemos una bechamel ligera. La mitad de esta bechamel la añadiremos al relleno que tenemos apartado. Con esto, rellenaremos las conchas de los mejillones y naparemos (esta palabra la aprendí de Tití), con la bechamel restante. Dejaremos en la nevera las conchas rellenadas un par de horas. Luego, empanamos con pan y huevo y freímos en aceite bien caliente.
De Tití trato de copiar sus recetas y sus ganas de vivir, de cantar y de bailar; su capacidad de tirar para adelante y las ganas de reír siempre. Aunque no siempre me sale bien.